Ha muerto el brillante faro de la jurisprudencia democrática Antonin Scalia, magistrado de la Corte Suprema de EE. UU. por 30 años. Sostuvo a través de agudos fallos y disensos que la Constitución debe aplicarse estrictamente a partir de su redacción. Ese texto es la cartilla que define las reglas del juego para todos, todo el tiempo. Encontrarle esguinces es violarla.
La convicción de Scalia contrasta con el aventurismo judicial –pronunciado en Colombia– que lleva a los magistrados a interferir con los otros dos poderes del Estado, a legislar y a dar órdenes. La Constitución asigna a los jueces un discreto ejercicio, un rol modesto, tanto sobre los asuntos que pueden tratar y con qué competencia, como sobre las instancias en que pueden interferir decisiones del Ejecutivo o el Legislativo. Ni el activismo ni el afán protagónico se compadecen con adherir a la Carta. El magistrado, funcionario no electo por el pueblo, no debe abrogarse atribuciones. A la libertad individual la protege el equilibrio de poderes y su estricta separación.
Scalia aborreció como punible abuso el que los jueces se consideraran custodios de una Constitución viva y coleando, cuyo sentido puede cambiarse de acuerdo a principios evolutivos, según su lectura de lo que conviene al pueblo. Se preguntó con ahínco algo que también debe plantearse por estos lares: ¿quiénes son esos abogados que pretenden ser la autorizada conciencia de la nación? La ley suprema es exclusivamente lo que está escrito. Los togados tienden a veces a excederse. Deberían aprender de las Farc que quieren, no reinterpretar la Constitución, sino modificarla vía una constituyente.
Los jueces de las altas cortes, sostenía el fallecido magistrado, juran cumplir la Constitución y eso quiere decir hacerla respetar como está escrita, con lógica y precisión, y con el respeto que merece la palabra en la ley (aún en la mal redactadita Constitución colombiana). La imaginación es para los poetas y los compositores. Se la mancilla cuando se cae en la trampa de las preferencias políticas, una lacra que tiene cojeando a las cortes. Pero la culpa es quizá de la Constitución misma, que, por la elección y funciones extras, politiza de arranque a los magistrados. Don Sancho Jimeno, el héroe de Cartagena en 1697, opina que se está regresando a la época de los oidores de la benemérita Audiencia de Santa Fe, cuando el Judicial, el Ejecutivo y hasta el Legislativo eran un solo sancocho.
La Constitución es la cartilla, no un ente vivo. No es insuflándole cualquier noción novedosa y de conveniencia hasta distorsionarla como se falla en derecho. Eso propicia el prurito de resolver asuntos constitucionales casi sin consultar el texto de la Constitución y su significado. La originalidad no es un atributo del derecho constitucional, salvo si se trata de proponer modificaciones a los textos para que los refrende el pueblo soberano. No es lícito por sí y ante sí, aunque a veces el micrófono –otra trampa letal para el magistrado que debería pronunciarse solo por intermedio de sentencias– empuje a hacerle venias a la galería.
Al estamento judicial colombiano le sentaría muy bien la dosis de humildad ante la Constitución y la de discreción ante la opinión que caracterizó a Antonin Scalia. Por ese camino, y el de la lealtad sin piruetas a la Carta, se transitaría hacia recuperar la majestad de la justicia. Buena falta que hace.
Antonin Scalia
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Rodolfo Segovia S.
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